viernes, 22 de junio de 2012

Papá, el cuentacuentos



Por Raúl Ortiz – Mory

Francois Vallaeys dice que contar un cuento de manera oral busca perpetuar el sentido de la vida a través de las historias. Para este cuentacuentos francés las historias renacen en nosotros cuando las escuchamos porque están en nuestro espíritu, por eso son universales: “Allí la magia de la sabiduría popular”. Muchas veces esa sapiencia está en el primer cuentacuentos de nuestras vidas, aquel que tenemos en casa, aquel que busca impresionar con la imagen de héroe y que con el paso de los años termina siendo una suerte de hijo, aunque viejo. En el cine y en la crónica periodística – o en la ficción y en la no ficción – la figura paterna tiene dos personajes cenitales que representan de forma convincente la vieja tradición de la narración oral: Edward Bloom de la película Big Fish / El gran pez (2003) de Tim Burton; y Gustavo Castaño – padre del cronista colombiano José Alejandro Castaño – quien aparece como el protagonista de una de las historias del libro ¿Cuánto cuesta matar a un hombre? (2006) que escribió su hijo.


La que hasta el momento es la mejor película del realizador americano no tiene nada que ver con su estrecha relación temática con la muerte y lo gótico. Big Fish es un canto a la reconciliación, la pérdida y la auto búsqueda en la figura paterna. Es la historia del choque generacional entre padre e hijo contado a través de una fábula donde los hechos – a primera vista inverosímiles – solo sirven para seguir creyendo en el poder de la palabra hablada. El buen uso de flashbacks le da un gran sustento narrativo al filme de Burton, que propone una historia que transcurre entre el drama, la comedia y la aventura.

Edward Bloom (Albert Finney) es un hombre que padece de una enfermedad terminal y que está distanciado de su único hijo, Willian (Ewan McGregor). Durante toda su niñez William vivió en un mundo gobernado por las historias que su padre le contaba y que creyó sin titubeos. La relación entre ambos fue buena hasta que el pequeño creció y se calzó el confundido traje de adolescente. La fuerza de atracción que generaba Edward en todos los eventos sociales a los que asistían y la forma hipnótica en que la gente lo escuchaba hizo que William fuese aborreciendo a su padre, mirándolo como a un charlatán. Ya de adulto, y cuando a petición de su madre acepta visitar a su padre en su lecho de muerte, este lo recibe haciéndole recordar historias como si fuera un niño. William lo encara acusándolo de mentiroso y restregándole la ausencia en algunos intervalos importantes de su vida.

Una tarde revolviendo el garaje de la casa de sus padres, William encuentra objetos relacionados a las historias que Edward narraba, como cuando trabajó sin sueldo en un circo bajo el mando de un jefe explotador a cambio de conocer más sobre la mujer de sus sueños, o cuando fue soldado en una guerra y conoció a unas hermanas siamesas que le ayudaron a escapar de una situación de peligro, o cuando tuvo como amigo de ruta a un gigante al que la gente veía como a un monstruo, o cuando junto a sus amigos de infancia huían de una bruja que se sacaba un ojo donde veía el futuro. Estas historias fueron parte de la cantaleta que William escuchó durante toda su vida y que avalaban la condición de embustero etiquetado por él mismo.

Todo este resentimiento se rompe cuando William decide averiguar sobre algunos pasajes que le causaban dudas. El punto de quiebre y, uno de los más emotivos del filme se da cuando al funeral de Edward asisten muchos de los personajes – con pequeñas variantes – que al parecer solo vivían en las historias que alguna vez escuchó por boca de su padre. En conclusión, Edward fue un cuentacuentos nato que partía de sus vivencias y las distorsiona para hacerlas más espectacular ante la atención de su hijo. El viejo padre parece decir que no importa la historia sino lo que esta pueda causar en ti.


En las faldas de Medellín me contabas

José Alejandro Castaño publicó en 2006 ¿Cuánto cuesta matar a un hombre? Relatos reales de las comunas de Medellín, un conjunto de crónicas que grafican la violencia urbana que azotó a esa ciudad colombiana en tiempos del narcotráfico. Entre los textos que componen el libro se pueden encontrar historias de policías, sicarios, funebreros, arreglamuertos, delincuentes cultos, etc. Sin embargo, cual lunar que se quiere distinguir entre tanto ambiente convulsionado, hay un texto titulado Papá, no me olvides. En este relato Castaño cuenta cómo el Alzheimer está transformando la vida de su padre y la de su familia.

El colombiano empieza su relato contándole a su padre cómo era el jardín que había frente a la casa donde se crio. La enumeración de detalles y la sucesión de hechos tienen un efecto paradójico debido a que el cronista estructura la historia a partir de los recuerdos de infancia que tiene de su padre – y de los actos cómplices que llevaban a cabo juntos – para explicar una enfermedad que radica en la pérdida de la memoria. Una especie de contrapunto narrativo entre la forma y el fondo.  

El periodista explica al detalle que la verdadera vocación de su padre era contarle historias que se recreaban en lejanos países, con personajes extravagantes y en situaciones fuera de lo normal. Era el hombre que a pesar de la apremiante situación económica nunca ponía mala cara, siempre estaba contado ‘cuentos de verdad’ para entretener a su hijo sin importar la adversidad.

Dice Castaño en una parte de su texto:

“En vacaciones del colegio yo te acompañaba, entonces ocurría el milagro, uno que yo esperaba como se espera un premio: nos íbamos caminando calle abajo y tú aprovechabas para contarme historias, ¿te acuerdas? De cuando te fuiste de la casa siendo aún muy niño, o del perro de ojos de distinto color que un día te encontraste y fueron amigos muchos años, de la novia que se llamaba Raquel y parecía una actriz de película, de cuando viviste en una ciudad de hierro y manejabas la rueda de chicago y el carrusel de los caballos, de la primera vez que viste pasar un avión y corriste a esconderte en un galpón de gallinas, de la monja a la que le dejabas carticas de amor en las bancas de la iglesia porque decías que era hermosa y risueña, del primer paracaidista que hubo en el mundo, que por gritar groserías mientras caía, terminó ensartado en la cúpula de una iglesia y se quedó a vivir allí por tres meses mientras traían de la China una escalera muy larga para poder bajarlo. Yo me reía, y esos viajes por las faldas del barrio hasta la feria se hacían tan cortos, tan cortos, papá, que el tiempo parecía andar sobre patines”.

Castaño muestra una arista tierna y jocosa en un texto sentido. Al igual que Edward Bloom, el padre del cronista busca una válvula de escape para cautivar a su hijo y darle una visión distinta del mundo. En ambos casos, los creadores de las obras en cuestión, dejan la piel en sus relatos. No se ahorran el esfuerzo por contar con pelos y señales lo difícil, extenuante y dolorosa que puede ser la pérdida paterna. De visionado y lectura altamente recomendables, Big Fish y Papá, no me olvides son dos clásicos modernos del cine y el periodismo narrativo latinoamericano, respectivamente.

*La declaración inicial atribuida a Francois Vallaeys fue extraída de una entrevista que le hiciera el periodista Gonzalo Pajares al cuentacuentos francés para el diario Perú 21 de Lima.

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