Por Raúl Ortiz – Mory
Horacio
Quiroga escribió una serie de relatos para sus hijos cuando juntos pasaron alguna
temporada cerca a la selva de Misiones, en el noreste argentino. Estos textos, que
fueron publicados en 1918 bajo el título de Cuentos de la selva, tienen vigencia casi 100 años más tarde debido
a la concisión de su narrativa, su estilo directo y la actualidad de su
temática, asociada en tiempos recientes a la preservación ambiental. Con este trabajo, el autor argentino – de
personalidad contradictoria y a veces de carácter difícil – dejó un libro que
sigue la tradición de Esopo, La Fontaine o Samaniego, aunque con un toque algo
oscuro, quizá por la influencia de su adorado Poe.
El primer
viaje a la selva de Misiones que hace Quiroga se da en 1903. Corren tiempos en
que poco a poco cambia de lecturas – prefiere a Flaubert y Dostoievski que a
Baudelaire, Becker, Darío o Lugones – desencadenando una ruptura paulatina con
los modernistas a quienes seguía. El crítico literario Raimundo Lazo señaló alguna
vez que Quiroga “pasa ese esteticismo modernista de imitación libresca a un
concepto de la literatura como camino de descubrimiento de la esencia de su
propio yo, que surge precisamente de ese contacto con la naturaleza en todo su
esplendor y primitivismo”.
El encuentro
del argentino con la selva hace que se aleje de la estética modernista que
había cultivado leyendo a autores franceses, fortalecida gracias a su viaje a
París. Este desapego lo lleva a escarbar en el dolor de los habitantes de la selva
y apreciar la vida con una contemplación más particular. En él afloran
sentimientos asociados a la soledad que dan paso al lugar que ocupa el ser
humano en el mundo agreste. Una suerte de desamparo acarrea en su percepción
sobre la vida. El escritor argentino Abelardo Castillo alguna vez dijo que
Quiroga es el suicidio de su padrastro, la selva misionera, la muerte de su
mejor amigo, la fascinación por las mujeres más infantiles y su propio
suicidio, añadiendo que la obra del salteño no puede prescindir de su
atribulada vida.
En Cuentos de la selva, Quiroga otorga a la
relación del hombre con la naturaleza algunos matices que van de la generosidad
a la enemistad, pasando por la complicidad y la necesidad de convivir en un
mundo lleno de riesgos. Sin embargo, para el autor no es esa relación la que predomina
y sirve de puente entre las dos especies. En los ochos cuentos del libro, la
naturaleza es el trasfondo y la esencia de cada relato. Como anticipándose a
los efectos devastadores que actualmente ejerce el hombre en el medio ambiente,
en su libro detalla cómo sería el mundo, especialmente la selva, si el hombre la
invadiera. Quiroga denuncia la presencia humana como causante del desequilibrio
natural. Casi 100 años después de haber publicado este libro, el escritor ya se
había puesto el traje de pitoniso.
Otro dato
que llama la atención de Cuentos de la
selva es que la salvación de la naturaleza, en muchas ocasiones, solo se da
a través de las herramientas o armas creadas por el propio hombre – por
ejemplo, un torpedo o un barco a vapor en La
guerra de los yacarés –. Paradoja adicional: los artefactos son empleados
por los animales para combatir a sus creadores, los depredadores mayores.
Quiroga no subordina el ingenio de los habitantes de la selva a la inteligencia
humana. Por el contrario, en algunas ocasiones muestra a estos últimos como
presas de su autosuficiencia y falsa superioridad. Son los animales lo que
acuden al ingenio para resolver sus dificultades cuestionando las acciones del
hombre. Este hecho remite al lector a fijarse en las lecturas que influyeron en
el autor, como El libro de la selva de Kipling o las fábulas de La Fontaine y
Samaniego; todas bebidas de la copa de Esopo. A ello hay que sumar la
utilización de la onomatopeya como reflejo de la tradición oral como mecanismo
para acercarse a un público infantil.
Todos los
relatos de Cuentos de la selva contienen
una enseñanza. Esta moraleja no está en función del hombre que escribe para
exponer un punto de vista sesgado donde la naturaleza es algo exótico. Quiroga
mira desde adentro, desde su autoexilio en Misiones – modus vivendi lejano al arquetipo del intelectual porteño de la
época –, desde el prisma del hombre que vive y sabe, que palpa y que siente,
que avizora y que deja testimonio; así sea por medio de unos cuentos que a
primera vista puedan parecer puro divertimento infantil y que fueron escritos
para matar el tiempo en medio de la selva del noreste argentino. RECOMENDABLE.
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