Por Raúl Ortiz – Mory
David Rieff cree que la memoria
histórica es una de las peores marcas que pueden tener las naciones, muchas
veces distorsionada a servicio de los más poderosos. Sostiene que recordar los
momentos más dolorosos del pasado de un grupo humano lo lleva a vivir con
resentimientos al borde de generar algún tipo de conflicto bélico. Por ello, su
libro, polémico y lúcido, propone, entre muchos postulados, que el olvido es la
mejor herramienta para tentar la paz y el progreso de los países.
“Como toda persona razonablemente
versada en historia, siempre di por sentado que yo distinguía la diferencia
entre la historia crítica de los historiadores y las memorias colectivas de los
pueblos y naciones, psicológicamente verosímiles pero de historicidad dudosa. Sin
embargo no creí que mereciera la pena ocuparse del asunto sino hasta mediados
de los años noventa, cuando ejercí como periodista cubriendo la guerra de
Bosnia. Aquella masacre (es de una inexactitud repugnante llamarla guerra, pues
los serbios tuvieron las armas y la pericia, y, durante todo ese periodo, las Naciones
Unidas y las grandes potencias hicieron todo lo posible para impedir que los
bosnios tuvieran acceso a las armas necesarias) emponzoñó para siempre mi idea
de rememoración. Es inútil pretender una objetividad de la que en efecto
carezco. En las colinas de Bosnia aprendí a detestar, pero sobre todo a temer,
la memoria histórica colectiva. Al apropiarse de la historia, mi pasión
perdurable y mi refugio desde la infancia, la memoria colectiva lograba que la
propia historia no pareciera sino un arsenal de armas necesarias para continuar
las guerras o para mantener una paz endeble y fría. Lo que presencie en Bosnia,
en Ruanda, en Kosovo, en Israel – Palestina y en Irak no me ha dado razón
alguna para cambiar de parecer. Este libro es el fruto de
esa alarma”.
Esta cita se desprende del prefacio
de Contra la memoria, polémico libro
de Rieff donde cuestiona los efectos de la memoria colectiva en la concepción y
el destino de las naciones, sobre todo cuando son utilizados para azuzar a la población
en tiempos bélicos. Rieff dice que una cosa es afirmar que la historia no tiene
sentido intrínseco, sino que su sentido deriva del modo como los seres humanos
la ordenamos y le infundimos un sentido real. Además refiere que es muy distinto
asignarle una duración, incluso a esos sentidos construidos, y realmente
aceptar el hecho de que, a muy largo plazo, todo lo que hacemos y somos está
destinado al olvido.
En su ensayo, Rieff pone un ejemplo
práctico para entender su postulado:
“Para la mayoría de los australianos
o neozelandeses, honrar la memoria de los caídos en Gallipoli no solo tiene aún
sentido histórico, sino ético, pues al hacerlo (sobre todo porque hay muchos inmigrantes
recientes en ambos países en la actualidad) honran su sentimiento de identidad nacional.
Pero incluso los más inclinados a la historia no sostienen que exista un
imperativo moral o haya utilidad cívica actual con la celebración de oficios
religiosos que honren a los normandos y anglosajones caídos en la batalla de
Hastings en 1066 o a los caídos en las batallas de Sekigaha en 1600 y en el
castillo de Osaka en 1615 que condujeron a la instauración del shogunato Tokugawa
en Japón, y menos aún en la batalla de Salamina entre atenienses y persas (480
a.C.) o en las batallas de la guerra Chu – Han en China (206 – 202 a.C.). En
efecto, celebrarlos sería moralmente absurdo. Y, sin embargo, estas batallas
fueron tan determinantes en su momento, estuvieron tan fuertemente afianzadas
en la mente y el corazón de la gente que las vivió y para las muchas generaciones
venideras como los sucesos del 11 de septiembre, digamos, lo están para
nosotros en la actualidad”.
Para el intelectual la memoria colectiva
“construida” que puede enfurecer y alborotar a una comunidad en una etapa
histórica puede perdurar de un modo no solo inocuo, sino en verdad insignificante
en la cultura del agravio y resentimiento dos generaciones más tarde.
En términos prácticos, Rieff sostiene
que la memoria histórica se reduce exactamente a la identificación y la proximidad
psicológica, en lugar de la precisión histórica, y menos hacia una hondura
política. Una de sus dualidades más controvertidas radica en que si la memoria
histórica se construye o se imagina, si es un invento o se lega. Para Rieff el
nacionalismo es tan solo una emoción. Al explicar cómo la historia juega un
papel fundamental en la construcción de las naciones, Rieff se apoya en las
ideas del historiador francés Ernest Renan quien escribió que el olvido, e
incluso el error histórico, son un factor esencial en la creación de una
nación. Renan manifestaba que el progreso de los estudios históricos es a
menudo un peligro para el sentimiento de la construcción nacional: “La nación
siempre elige el mito – codificado en el recuerdo – por encima de la historia. Las
naciones no son eternas, tuvieron su principio y tendrán su fin”.
La experiencia de Rieff como
reportero que cubrió la Guerra de los Balcanes lo llevó a concluir que la
memoria colectiva histórica siempre ha sido construida por el hombre con algún
tipo de fin, sea bueno o malo, y que este mismo hombre ha instado a que no la
investiguemos muy de cerca, para que en cambio nos dejemos arrastrar por
intensos sentimientos revestidos de hechos históricos, aunque el sentimiento
sea de solidaridad, de pena, de amor por la propia nación o el odio hacia otra.
Sobre la relación entre la memoria colectiva, la rememoración histórica y el
análisis de los hechos más importantes del pasado de las naciones, Rieff recurre
a Nietzsche, quien dice: “No hay hechos, solo interpretaciones. La
interpretación que prevalezca en un momento dado es una función del poder y no
de la verdad”.
Rieff subraya que la memoria
histórica no puede ser lo que recuerdan los individuos. Prefiere decir que
aquellas personas que no presenciaron un acontecimiento que define la identidad
de su nación fueron instruidas por narraciones familiares, por la educación en
las distintas etapas de sus vidas o por las ceremonias conmemorativas. Estos
recuerdos para el autor no solo son imprecisos, sino que son imposibles. “Simplemente
no se puede conjugar el verbo recordar en plural a menos que nos refiramos a
los que presenciaron lo recordado, pues recordamos en cuanto a individuos, no
como colectividades”.
En Contra la memoria se sustenta que la memoria histórica colectiva,
tal como las comunidades, los pueblos y las naciones la entienden y despliegan,
ha conducido con frecuencia a la guerra más que a la paz, al rencor más que a
la reconciliación y la resolución de vengarse en lugar de obligarse a la ardua
labor del perdón. Entre los ejemplos que brinda Rieff están los casos de los
pueblos kurdos, palestinos, bosnios, israelíes, entre otros. Estos han
alimentado resentimientos desencadenando guerras que tienen una causa que, ahora,
podría parecer incomprensible pero que han bebido durante siglos.
El filoso análisis de Rieff también
alcanza a las voces que critican la falta de rememoración. El hijo de Susan
Sontag afirma que esas mismas voces son las que a menudo declaran que si las
sociedades carecerían de rememoración se caería en un desastre moral o
político. Tampoco cree que no haya que rendir memoria a los propios muertos. “Sería
un empobrecimiento moral y psicológico de proporciones trágicas. Pero la
conmemoración no es solo una exigencia ética; es un riesgo político, a veces
incluso existencial”.
En conclusión, Rieff señala que la
memoria histórica casi nunca es tan receptiva a la paz y a la reconciliación
como lo es al rencor. Por eso, aclara, hay poderosos argumentos para sostener
que lo que garantiza la salud de las sociedades y de los individuos no es su
capacidad de recordar, sino su capacidad para finalmente olvidar. No obstante,
hace una salvedad al manifestar que el olvido no debe ocurrir inmediatamente
después de un gran crimen o incluso cuando sus perpetradores andan sueltos. “Es
obvio que hay periodos en los que las relaciones entre los estados pueden
mejorar y los muchos resentimientos eliminarse si el Estado que ha cometido un
crimen reconoce su culpabilidad”. Esta última idea parece ser un poco ingenua,
aunque válida.
Termino este artículo con una
pregunta del mismo Rieff que quizá podría servir para que muchos países, en el
mejor de los casos, no lleguen hasta la Corte de la Haya, y en el peor, no recrudezcan
guerras milenarias: “¿Viviríamos en un mundo mejor si, en lugar de creer con
tanta firmeza en la memoria histórica como imperativo moral, eligiéramos en
cambio olvidar?”.
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