Por Raúl Ortiz – Mory
La irrupción
de Dalton Trevisan en el mundo literario brasilero fue todo un acontecimiento.
Su primera obra, la colección de relatos breves titulada Novelas nada ejemplares, causó alboroto en la sociedad de Curitiba y
la crítica especializada por su temática cercana al mundo cotidiano y la manera
que empleó para contarla. Y es que el primer libro del escritor paranaense parecía
la materialización impresa de los deseos más escondidos de las personas comunes
y corrientes que podían identificarse con los personajes del autor. Es decir,
Trevisan no insinuó mundos alegóricos ni creó a partir de la adaptación de realidades
alejadas a las de su país. El autor construyó los cuentos de este libro desde
la mirada de un cronista que describía lo habitual.
En 1959 Curitiba
era una de las ciudades florecientes de Brasil que todavía guardaba formas
conservadoras. Trevisan empezó a radiografiarla a través de su ópera prima
contando historias de hombres que visitaban burdeles, mujeres abnegadas que
envenenaban a sus maridos, novios que dejaban sin remordimientos a sus
prometidas, alcohólicos que pululaban por bares de mala muerte o padres que
veían morir a sus hijos con moscas por encima de sus cabezas. El escritor, con
un agudo sentido de la realidad, describió la naturaleza humana sin anestesia. Crudo
y mordaz, directo y sin rodeos, Trevisan refirió con carácter testimonial asuntos
que antes no se habían tomado en cuenta, sobre todo a través del relato corto.
En cuentos
como La vieja querida, Juan Nicolás o El convidado, la presencia de la lujuria disfrazada de sensualidad
alcanzó picos de conmoción en la sociedad brasilera por la minuciosidad de los
detalles, aunque ahora podría hacerse una defensa de su estilo argumentando una
renovación en las letras de habla portuguesa. Uno de los sellos del estilo de
Trevisan, que se aprecia en este libro, es su obsesión por la descripción,
tanto física como psicológica, orientada a llegar hacia un mundo más amplio. El
escritor parece decir que todo individuo es la representación concentrada de su
colectividad; o visto desde otra perspectiva, la condición a la que aspira sin
ser reprobado por sus semejantes.
Trevisan no utiliza
a sus personajes para juzgar ni defender un punto de vista, los pone a ras del suelo
para que el lector comprenda que con ciertos visos costumbristas una ciudad
como Curitiba también guarda sorpresas que no le pertenecen exclusivamente a
Rio de Janeiro o Sao Paulo. La lascivia tiene dosis de inocencia y de ternura,
es parte de la idiosincrasia de un pueblo. A continuación, un extracto del
cuento La vieja querida:
Por primera vez ella sonrió y todo en
ella era primera vez: aseguró el dinero y los anteojos en la mano, mientras se
sacaba el vestido por la cabeza, despeinándose los cabellos encanecidos en la
frente y las sienes.
-
¿ - ¿Quieres que me lo saque?
Después de arreglar el vestido al pie
de la cama, indicó el corpiño de algodón en los breteles de punto, bajo los
cuales el muchacho podía adivinar los senos pesados y marchitos, tal vez con
pelos en los pezoncitos negros, y respondió negativamente, cuando entonces ella
que conservaba el dinero en la mano, lo dobló tres veces y lo guardó en el
corpiño. Aún de pie le abrió los blandos brazos blancuzcos en los que sorprendió
la primera señal de coquetería en el cuerpo de la vieja: las axilas estaban de depiladas,
y pensó “bajo la vieja duerme la cortesana” que, con algún esfuerzo, se
arrodilló en la cama y, al tintinear dos o tres medallitas en el cuello, las
tiró para la espalda. Las apartó simplemente, no las tiró, pues tal verbo
implica una acción de cualquier modo apresurada, la vieja era lerda y traía en los gestos
graves el sosiego adquirido en la silla de mimbre y, mientras tanto, el
muchacho le recorría despaciosamente la espalda lisa con los dedos de quien
acaricia un animal muy querido hasta que encontraron un carozo o arruga,
comenzando entonces a describir lentos círculos, que partían y regresaban
siempre a ese duro nudo, y él se puso a tragar saliva ruidosamente. Manos
viscosas de sudor, apresó con brutalidad la nuca de la vieja, que tenía los
cabellos cortos y, atrayéndola hacia sí, constataba la indecisión de ella negándose
todavía a su feroz deseo. Girando levemente la cabeza hacia la mesa, donde
había un rollo de papel, ella quiso extender la mano, pero el muchacho se lo
impidió y, ya con los ojos cerrados, le aproximaba poco a poco su cabeza a la
de él, entre las protestas inútiles de “non…non…en la boca non…”, besándola por
fin y, hasta en el beso, la vieja se resistía, sin abrir los labios fríos y
arrugados, sostenida la dentadura con la punta de la lengua en el paladar.
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