Por Raúl Ortiz – Mory
Un año de
estadía en África, durante su etapa adolescente, marcó el destino de Jon Lee Anderson.
Desde entonces, el periodista de The New Yorker ha regresado con expectativa, y
vuelto a partir con nostalgia, al reconocer que el continente más convulsionado
del planeta no volverá a ser el mismo donde correteó cuando fue un mozuelo.
Lejanos son los tiempos del chico que miraba cómo las múltiples postales compuestas
por elefantes y rinocerontes, que corrían por la sabana, adornaban el horizonte
multicolor. Eran los mismos años en que las etnias originarias se dirigían de
forma reflexiva a los blancos y no los veían como un botín de guerra o como moneda
de cambio para liberarlos de secuestros.
De 1998 al
2012 el periodista elaboró 10 crónicas sobre ocho países -Liberia, Angola,
Santo Tomé y Príncipe, Zimbabue, Somalia, Guinea, Libia y Sudán- reunidas
recientemente en un libro titulado La
herencia colonial y otras maldiciones. Todos estos trabajos, publicados en
la revista neoyorkina, pueden leerse como una hoja de ruta para entender a
África en su posición de continente despojado del colonialismo europeo - de origen francés, portugués, inglés e italiano, principalmente - que lo
gobernó durante la primera mitad del siglo XX.
Las
historias de Anderson están enfocadas en una realidad donde los señores de la
guerra -como Robert Mugabe, Muammar Gaddafi, Charles Taylor o Muhammad Farah Aydid - ya no aparecen como subversivos o
golpistas que desean tomar el poder para refundar el continente negro desde una
perspectiva de pertenencia primigenia, independiente del manejo de las élites
blancas. Ahora, la mayoría de los warlords
son hombres entrados en años que amasan fortunas gracias a la renta que les
deja la explotación de recursos naturales, en mayoría concesionadas a empresas
estadounidenses, europeas o asiáticas.
La corrupción
es un mal endémico -comparable a otros que azotan a grandes sectores de la
población como la malaria, el cólera o la tifoidea- que se sostiene con las
dictaduras que gobiernan a través de métodos de terror como matanzas a civiles,
torturas a potenciales adversarios políticos, secuestros a extranjeros, saboteo
de elecciones democráticas o desapariciones selectivas. Los señores de la
guerra viven de un mundo en conflicto perpetuo por más que quieran maquillar la
realidad ante la comunidad internacional. El ideal de estos hombres está
marcado por la necesidad de las guerras, llegando a convertirla en la forma de
vida de su gente.
Las escasas
convicciones ideológicas de los nuevos guerrilleros que quieren destronar a los
gobernantes de facto, otrora libertadores, son puestas en tela de juicio por el
periodista. Concluye que África es un lugar que aloja poca expectativa por la nula
disposición de sus fuerzas políticas. La población es poco menos que nada para
los mandatarios y solo es tenida en cuenta cuando se trata de ganar votos en
una de las tantas reelecciones presidenciales, por la vía del amedrentamiento. Otro rumbo que toman los gobernantes africanos es el alineamiento volátil con el gobierno de los Estados Unidos o con grupos fundamentalistas como Al Qaeda. Así, algunos presidentes son pantallas de fuerzas más organizadas a nivel militar.
A diferencia
de Ryszard Kapuscinski -el gran reportero polaco que escribió Ébano, uno de los más famosos libros
periodísticos sobre África y su ruptura colonial-, Anderson entrevista a más
fuentes oficiales, logrando ponerlas en apuros; algo que Kapuscinski, debido a la coyuntura que vivía África hace 60 años, alcanzó en menor grado. El trabajo de campo de Anderson en este libro es menos vivencial - a excepción de lo narrado sobre Liba -, pero más documentado que Ébano. El ´señor K´ nos
trasladaba a la litera donde dormía o a un mercado africano que recorría sin protección, mientras que Anderson mira el escenario como monitoreándolo todo para buscar una salida reflexiva y didáctica a su historia.
Lamentablemente, a raíz de la publicación de La herencia colonial y otras maldiciones, las editoriales le han
fijado a Anderson el título de ´heredero´ del polaco. Nada más risible si
tenemos en cuenta que son trabajos distintos de escritura y abordaje
periodísticos. Eso sucede cuando el marketing quiere imponerse e intenta comparar a dos altos exponentes del periodismo moderno con tal de vender más ejemplares.
La herencia colonial y otras
maldiciones es un libro
de alto rigor periodístico, al nivel de otros trabajos del estadounidense como La caída de Bagdad o El dictador, los demonios y otras crónicas.
Está escrito con un tono reflexivo que revela sorpresa ante los constantes
cambios que experimenta el continente en cuestión. Sin embargo, guarda una
cuota de esperanza para que sus problemas se despojen de los fantasmas de la
violencia, el hambre, la miseria y la corrupción. “Después de unas pocas
generaciones, quizá, las viejas maldiciones pierden su poder y desaparecen.
Ojalá así sea”, concluye en su prólogo el autor. ALTAMENTE RECOMENDABLE.
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