Por Raúl Ortiz – Mory
Francois Vallaeys dice que contar un cuento de manera oral
busca perpetuar el sentido de la vida a través de las historias. Para este
cuentacuentos francés las historias renacen en nosotros cuando las escuchamos
porque están en nuestro espíritu, por eso son universales: “Allí la magia de la
sabiduría popular”. Muchas veces esa sapiencia está en el primer cuentacuentos
de nuestras vidas, aquel que tenemos en casa, aquel que busca impresionar con
la imagen de héroe y que con el paso de los años termina siendo una suerte de
hijo, aunque viejo. En el cine y en la crónica periodística – o en la ficción y
en la no ficción – la figura paterna tiene dos personajes cenitales que
representan de forma convincente la vieja tradición de la narración oral:
Edward Bloom de la película Big Fish / El gran pez
(2003) de Tim Burton; y Gustavo Castaño – padre del cronista colombiano José
Alejandro Castaño – quien aparece como el protagonista de una de las historias
del libro ¿Cuánto cuesta matar a un
hombre? (2006) que escribió su hijo.
La que hasta el momento es la mejor película del realizador
americano no tiene nada que ver con su estrecha relación temática con la muerte
y lo gótico. Big Fish es un canto a la
reconciliación, la pérdida y la auto búsqueda en la figura paterna. Es la
historia del choque generacional entre padre e hijo contado a través de una
fábula donde los hechos – a primera vista inverosímiles – solo sirven para
seguir creyendo en el poder de la palabra hablada. El buen uso de flashbacks le
da un gran sustento narrativo al filme de Burton, que propone una historia que
transcurre entre el drama, la comedia y la aventura.
Edward Bloom (Albert Finney) es un hombre que padece de una
enfermedad terminal y que está distanciado de su único hijo, Willian (Ewan
McGregor). Durante toda su niñez William vivió en un mundo gobernado por las
historias que su padre le contaba y que creyó sin titubeos. La relación entre
ambos fue buena hasta que el pequeño creció y se calzó el confundido traje de adolescente.
La fuerza de atracción que generaba Edward en todos los eventos sociales a los
que asistían y la forma hipnótica en que la gente lo escuchaba hizo que William
fuese aborreciendo a su padre, mirándolo como a un charlatán. Ya de adulto, y
cuando a petición de su madre acepta visitar a su padre en su lecho de muerte, este
lo recibe haciéndole recordar historias como si fuera un niño. William lo
encara acusándolo de mentiroso y restregándole la ausencia en algunos
intervalos importantes de su vida.
Una tarde revolviendo el garaje de la casa de sus padres,
William encuentra objetos relacionados a las historias que Edward narraba, como
cuando trabajó sin sueldo en un circo bajo el mando de un jefe explotador a
cambio de conocer más sobre la mujer de sus sueños, o cuando fue soldado en una
guerra y conoció a unas hermanas siamesas que le ayudaron a escapar de una
situación de peligro, o cuando tuvo como amigo de ruta a un gigante al que la
gente veía como a un monstruo, o cuando junto a sus amigos de infancia huían de
una bruja que se sacaba un ojo donde veía el futuro. Estas historias fueron
parte de la cantaleta que William escuchó durante toda su vida y que avalaban
la condición de embustero etiquetado por él mismo.
Todo este resentimiento se rompe cuando William decide
averiguar sobre algunos pasajes que le causaban dudas. El punto de quiebre y,
uno de los más emotivos del filme se da cuando al funeral de Edward asisten
muchos de los personajes – con pequeñas variantes – que al parecer solo vivían
en las historias que alguna vez escuchó por boca de su padre. En conclusión,
Edward fue un cuentacuentos nato que partía de sus vivencias y las distorsiona
para hacerlas más espectacular ante la atención de su hijo. El viejo padre
parece decir que no importa la historia sino lo que esta pueda causar en ti.
En las faldas de Medellín me
contabas
José Alejandro Castaño publicó en 2006 ¿Cuánto cuesta matar a un hombre? Relatos reales de las comunas de
Medellín, un conjunto de crónicas que grafican la violencia urbana que
azotó a esa ciudad colombiana en tiempos del narcotráfico. Entre los textos que
componen el libro se pueden encontrar historias de policías, sicarios,
funebreros, arreglamuertos, delincuentes cultos, etc. Sin embargo, cual lunar
que se quiere distinguir entre tanto ambiente convulsionado, hay un texto titulado
Papá, no me olvides. En este relato Castaño cuenta cómo el Alzheimer está transformando la vida de su padre y la de
su familia.
El colombiano empieza su relato contándole a su padre cómo
era el jardín que había frente a la casa donde se crio. La enumeración de
detalles y la sucesión de hechos tienen un efecto paradójico debido a que el
cronista estructura la historia a partir de los recuerdos de infancia que tiene
de su padre – y de los actos cómplices que llevaban a cabo juntos – para explicar
una enfermedad que radica en la pérdida de la memoria. Una especie de
contrapunto narrativo entre la forma y el fondo.
El periodista explica al detalle que la verdadera vocación de
su padre era contarle historias que se recreaban en lejanos países, con
personajes extravagantes y en situaciones fuera de lo normal. Era el hombre que
a pesar de la apremiante situación económica nunca ponía mala cara, siempre
estaba contado ‘cuentos de verdad’ para entretener a su hijo sin importar la
adversidad.
Dice Castaño en una parte de su texto:
“En vacaciones del colegio yo te acompañaba,
entonces ocurría el milagro, uno que yo esperaba como se espera un premio: nos
íbamos caminando calle abajo y tú aprovechabas para contarme historias, ¿te
acuerdas? De cuando te fuiste de la casa siendo aún muy niño, o del perro de
ojos de distinto color que un día te encontraste y fueron amigos muchos años,
de la novia que se llamaba Raquel y parecía una actriz de película, de cuando
viviste en una ciudad de hierro y manejabas la rueda de chicago y el carrusel
de los caballos, de la primera vez que viste pasar un avión y corriste a
esconderte en un galpón de gallinas, de la monja a la que le dejabas carticas
de amor en las bancas de la iglesia porque decías que era hermosa y risueña,
del primer paracaidista que hubo en el mundo, que por gritar groserías mientras
caía, terminó ensartado en la cúpula de una iglesia y se quedó a vivir allí por
tres meses mientras traían de la China una escalera muy larga para poder
bajarlo. Yo me reía, y esos viajes por las faldas del barrio hasta la feria se
hacían tan cortos, tan cortos, papá, que el tiempo parecía andar sobre patines”.
Castaño muestra una arista tierna y jocosa en un texto
sentido. Al igual que Edward Bloom, el padre del cronista busca una válvula de
escape para cautivar a su hijo y darle una visión distinta del mundo. En ambos
casos, los creadores de las obras en cuestión, dejan la piel en sus relatos. No
se ahorran el esfuerzo por contar con pelos y señales lo difícil, extenuante y
dolorosa que puede ser la pérdida paterna. De visionado y lectura altamente
recomendables, Big Fish y Papá, no me olvides son dos clásicos
modernos del cine y el periodismo narrativo latinoamericano, respectivamente.
*La declaración inicial atribuida a
Francois Vallaeys fue extraída de una entrevista que le hiciera el periodista
Gonzalo Pajares al cuentacuentos francés para el diario Perú 21 de Lima.
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