Por Raúl Ortiz - Mory
Un grupo de sacerdotes y una asistenta
social intentan que la vida sea menos miserable en una peligrosa villa de
Buenos Aires. Julián (Ricardo Darín) encabeza al grupo de voluntarios que
vive de cerca las problemáticas del barrio marginal: comercialización de
drogas, ajustes de cuentas, ausentismo en las escuelas, precariedad de las
viviendas, desnutrición infantil y adicción en menores de edad. Sin embargo, la
duda y la frustración harán replantear la misión de los curas desde la
perspectiva de la vocación y el servicio.
Durante la primera media hora de Elefante blanco, Pablo Trapero construye una historia de
problemática social con diferentes nudos a partir de personajes que
caracterizan la esencia de la vida al margen de la legalidad. El escenario en
las villas bonaerenses se resigna a la ley de la selva, donde los
narcotraficantes son los más fuertes y donde los curas intentan llevar
esperanza sin involucrarse directamente con los negocios ilegales, a fin de no
tomar partido por algún bando.
En este contexto, el director inserta dos
conflictos centrales a partir de experiencias individuales: el primero, con
Julián que padece de una enfermedad, al parecer incurable, pero que lucha por
la obra que lleva al frente y que en gran parte se remite a construir mejores
viviendas para los habitantes de la villa. Sin embargo, la frustración se
apodera de él cuando ve que sus esfuerzos caen en saco roto y la burocracia
trunca sus intenciones.
El hastío y la claudicación del cura
villero son trabajados por Trapero con
situaciones plausibles y cargadas de naturalismo, recordando en cierta medida a
algunos filmes del neorrealismo italiano. Aunque cuesta ver a Darín dando misa
y rezando el rosario, el argentino tiene un registro interpretativo creíble y
solvente. Es un giro muy distinto al que se le conoce – el típico pendenciero
provocador – que destaca por el ímpetu y la perseverancia de su personaje
basado en la fe; más allá de que en algún momento cede ante la frustración.
La segunda experiencia individual que
muestra Trapero tiene a Nicolás (Jérémie Renier) como punto de referencia. Este
es un sacerdote que después de haber sobrevivido a una matanza en una comunidad
amazónica peruana, llega a la villa 31 para ayudar a Julián en su empresa
social. Nicolás vive sintiéndose culpable por no haber evitado los crímenes en
la selva y encuentra en Luciana (Martina Gusmán), la asistenta social, un punto
de apoyo moral.
Trapero escoge a este personaje para
introducir los temas del voto de castidad y la tentación de la carne. Nicolás
duda sobre su fortaleza espiritual y se deja llevar por la atracción que
Luciana causa en él. Si bien el desarrollo de las acciones son muy rápidas y el
conflicto se desarrolla sin mayores situaciones comprometidas, la marca del
entorno violento y la actitud rebelde del cura recién llegado, amainan en algo la
débil construcción de este personaje.
Mérito de Trapero es la contextualización
de la situación marginal de Buenos Aires. La influencia del entorno no se concentra
en miserias callejeras, ni en trazar un mapa de la delincuencia juvenil. Es el
contexto el que sirve como detonante para que los protagonistas asuman
actitudes pendulares, casi maniqueas. Se trata de estar a la expectativa para
obrar de una u otra forma, en perjuicio o beneficio del prójimo. Los
integrantes del barrio no planean su futuro porque no saben si vivirán mucho.
Todo está condicionado por el contexto.
La resolución de la trama de Elefante blanco es buena. Sin embargo,
hace recordar al final de Carancho,
la película anterior de Trapero. Una situación violenta e inesperada que
impacta en el espectador de manera efectiva. La fórmula es válida pero repetida.
Más allá de ese punto, el director mantiene la calidad cinematográfica de sus
anteriores filmes, escarbando en la podredumbre de la sociedad y en las chispas
de la esperanza humana.
Excelente artículo Raúl, también me costó ver a Darín interpretando a un sacerdote. Sin embargo, ahi se ve la calidad profesional con la que se maneja.
ResponderEliminarMónica VG